La mirada

14 mayo, 2020
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14 mayo, 2020 david

La mirada

El tiempo lento de las cosas (I)

Escribir es a veces y, ante todo, elegir dónde posar la mirada, hacer un barrido por lo de fuera y lo de dentro hasta encontrar un punto desenfocado. Porque, tras un detalle borroso, hay una pregunta y, tras la pregunta, una duda, el billete de ida para un viaje incierto. Esto puede ocurrir al vuelo o conllevar horas y numerosos ensayos. Al menos para mí. Pero ocurre y ahí está. Un matiz escurridizo o, por el contrario, un elemento que destaca por su nitidez en una estampa turbia. Una voz entre el canto de los pájaros o un pájaro entre el ruido de los coches.

Ando estos días leyendo la biografía novelada que García Montero dedica al poeta Ángel González y no puedo dejar de admirar la mirada del escritor granadino, su capacidad para elegir, enfocar, capturar y retocar los momentos. Hay escritores que narran vivencias cuidando los detalles y otros que pintamos las vivencias a partir de aquellos. Un libro, una carpeta que contiene unos documentos… Objetos fuera de lugar que encierran una historia silenciosa y precisan de una mirada que la rescate.

Miro alrededor en busca de ese objeto. Escucho lo que llega a través de los ventanales esta mañana de primavera. Olfateo el aire rastreando como un sabueso el hilo del que tirar. Las campanas del santuario de la Fuensanta me llevan a Cádiz, de Cádiz salto a Marruecos, de allí a Santiago de Compostela. La brisa fresca es una playa en Cadaqués, la compañía de un cuerpo desnudo en las dunas de Bolonia. Una llamada perdida me distrae con su olor café desde una aldea perdida de Zaragoza, donde otro captor de imágenes habita una buhardilla.

Y de pronto una certeza, la de tantas veces. La de que el tiempo y la distancia son sólo una ilusión. Que todo está ahí, en la mirada. Un escritor, uno de verdad, es una mirada que se hace voz. Por eso hay tantas voces parecidas y tan pocas miradas certeras. Y, por el contrario, hay miradas que nunca llegan a ser voces, escritores y escritoras silentes, sabios de los que siempre quedaremos huérfanos, mientras un sinfín de voces huecas saturan el espectro sonoro de la cotidianidad.

Me rodeo de muchos objetos viejos. Tal vez caigo ahora en la cuenta. Los conservo porque sé que guardan una historia no narrada. O tal vez no me desprendo de ellos porque son una especie de cámara acorazada de mi memoria. El tiempo obra con la memoria una maravillosa transformación de la realidad para convertirla en recuerdos, que no son más que ficción basada en hechos reales, fotografías retocadas por el paso de los años.

Imagino que por esta razón un autor es enemigo de la prisa, se resguarda bajo el paraguas del tiempo lento de las cosas y la soledad es su terreno de juego. Unas veces implica subir a una azotea y otras descender a un sótano; salir a pasear por el campo o sumergirse en la vorágine urbana. La soledad ubica caprichosamente sus oficinas. Seguro que a Saramago se le hubiera ocurrido una manera ingeniosa de desarrollar una novela partiendo de esta idea.

Apuntar con la mirada hacia un espejo, distinguir la figura del fondo y detenerse a recoger el eco de tu propio silencio. Ése es el milagro.

Quien lo probó, lo sabe.

@DAVIDMOYAMUSICA

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