YA PUEDES COMPRAR «EL TIEMPO LENTO DE LAS COSAS»

 

Se ha hecho de rogar, pero aquí está: la edición física de «El tiempo lento de las cosas». Un proceso de 3 años que ya termina siendo un producto; se puede tocar, oler, escuchar y ver.

Están mis canciones, claro, pero es mucho más. En el arte del disco participan, y de qué modo, las manos y las mentes de Juan Ignacio Sánchez (diseño y serigrafía) y Juanan Requena (fotografía). No dejéis de visitar su trabajo en www.nodetenerse.com

¿Quieres uno? Es muy sencillo. Me escribes a la dirección de correo arfproduccionesdm@gmail.com y te cuento cómo hacemos. Vale?

Es una edición bastante limitada. El proceso se personaliza mucho, pues tengo que doblar cartulinas, introducir libretos y cds en sobres, pegar fotografías… Hay vida en cada ejemplar. 5 portadas distintas dan lugar a 100 ejemplares de cada tipo… En fin, mejor te lo enseño.

David-Moya-blog
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Amnesia inducida

Hace 5 años, mi amigo Tyler Barbour me pidió ayuda para corregir un texto que había de exponer en unas jornadas flamencas. El yanki en cuestión, erudito en la materia, había trabajado sobre el carácter social y de denuncia de las letras en el flamenco. Me encantó y dolió a partes iguales participar de aquello, pues sentí cómo es más sencillo que alguien de fuera toque temas sensibles para los españoles.

Nuestro país sigue atrasado, 40 años o así, en cuestiones democráticas. Los que se llaman patriotas, esos mismos que sacan en procesión el ataúd del dictador o los que desde su casa no lo ven para tanto (total, el hombre ya qué mal hacía, con la de problemas importantes que tiene el país), se cierran en banda ante la posibilidad de que las familias busquen los cuerpos de sus represaliados. Y, entre tanto, lanzan mensajes populistas, enarbolan banderas rojigualdas o las cosen a sus mascarillas, para distraer la atención de un pueblo pretendidamente ignorante.

La memoria histórica es una cuestión necesaria, una deuda de nuestro país con buena parte de sus ciudadanos. La alternativa es la ignorancia, el caldo de cultivo idóneo para que los que enmascaran con sus discursos un desprecio absoluto a varios derechos fundamentales, se hagan de nuevo con el poder. Sentí esto entonces y como es costumbre, me desinfecté la herida haciendo una canción. La titulé «Antes» y la incluí recientemente en mi último disco, “El tiempo lento de las cosas”.

Han pasado cinco años desde aquel verano que se parece demasiado a éste. Entonces, la ultraderecha no tenía una representación parlamentaria fuerte en nuestro país y permanecía agazapada, bajo el amparo del paraguas de una derecha plural.  Un lustro después, el fascismo se ha blanqueado bajo unas siglas y una especie de orgullo de alcanfor flota en el ambiente. La partida no les va mal, nunca les fue. Por eso escriben la historia y la reescriben a su antojo; la llenan de silencios incómodos, fuerzan constantemente una conversación tensa entre pasado y presente. Y a todo el que quiera levantar una manta o abrir una fosa, se apresuran a tildarlo de antipatriota.

Y ahí es donde entra en juego su gran baza, la de la amnesia inducida. 40 años de represión y genocidio y otros 40 borrando pistas y fortaleciendo tabúes. Jaque al sentido común. Un tablero lleno de peones rabiosos de muy diversa guisa, desde el Cayetano al kinki. Unos con intereses poderosos, otros sin interés por nada, vulgo dócil y militante de la sinrazón:

Antes de que suenen las sirenas.

Antes de tenernos que marchar.

Antes de llorar en blanco y negro

y  perder la libertad

lo tendremos que contar.

 

Santo Ángel, 10 de julio de 2020.

@DAVIDMOYAMUSICA

El verso perfecto

Que no se lleve el tiempo

tu mirada cristalina

ni tu dulce ingenuidad.

Que no las arrastren los días

y el dudoso logro de hacerse mayor.

Que se graben a fuego en mi memoria

y me salven de las mañanas grises

y las noches sin mañana.

Que mi alma no se duerma

y encuentres abrigo en mi pecho;

que no roben tu tesoro

los piratas de la prisa y el miedo.

Que juguemos más allá

de los confines de la infancia

y que tu boca,

la de comerte el mundo,

se despida siempre de mí

recitando ese verso perfecto

que dice:

“Papi, te quiero”.

Para Vega.

@DAVIDMOYAMUSICA

El pueblo

Comienza agosto y las plazas del pueblo se ponen a rebosar al caer la tarde. Son días de regreso, noches al fresco y abuelos. En mi generación ya escasean estos últimos, pero aún son frecuentes en las que me siguen de cerca. Muchas son las familias que deshacen el camino por carreteras secundarias recogiendo migas de pan de hogaza para retornar durante algunas jornadas a la siesta, el puchero de la yaya y el corro de sillas en la puerta del hogar. Las pantallas táctiles ceden paso al dominó y las cartas; los bares de ambientación impersonal a las tabernas de calendario taurino y mesonero avezado.

Si bien los abuelos ocupan el centro de la estampa costumbrista y son su razón de ser, el motivo último de la supervivencia de los entornos rurales, sin duda son los niños quienes imprimen color a la instantánea del pueblo en verano. Ya habrá tiempo durante el resto del año para lavar la cara a la fachada de la iglesia y borrar los balonazos estivales. En el pueblo, los niños se desclasifican. No tienen edad concreta ni cursan este o aquel nivel escolar. En vacaciones no se mide el tiempo ni se es el primero o último de la clase. Se borran los apellidos y tan solo se pronuncian los nombres para hacerte saber que has sido descubierto jugando al escondite o que estás en uno u otro equipo en la pachanga de fútbol o en el pilla-pilla. Por supuesto, hay un tanteo inicial, un reconocimiento: Juanito mide un palmo más que el verano pasado y ahora mira al resto desde su aventajada posición; a Pedro le han puesto gafas, a Antonio aparato en los dientes y en el pecho de Carmencita parecen querer brotar dos senos que aún no dan ni para llenar el sujetador que viste con orgullo y que parece ser el salvoconducto para murmurar por las esquinas con dos o tres amigas que también han alcanzado la pubertad, esa especie de jubilación anticipada de los juegos de niños que acontece prematura para las féminas y más aún para sus padres, ignorantes de que la tormenta ya está sobre sus cabezas cuando ni siquiera habían pensado en resguardarse.

Y todo transcurre en la plaza y aledaños. Bicicletas que sortean las mesas de las terrazas, pelotas que sobrevuelan las cabezas de los comensales, cigarrillos compartidos y toses primerizas que restallan en callejuelas adyacentes. La barraquita dispensa polo-flash y chicles para disimular alientos etílicos hasta bien entrada la madrugada. La verbena de cada verano, con el conjunto perpetrando clásicos de ayer y de hoy y acortando la distancia entre las tres y hasta cuatro generaciones que se dan cita en el evento. Esqueletos maltrechos bailando sus últimos pasodobles y caderas que apuntan maneras a ritmo de reguetón. Miradas y cuchicheos que presagian besos nerviosos y magreos torpes en callejones oscuros con olor a jazmín o dama de noche. Todo bajo la mirada nostálgica de los abuelos, de los que aún pueden estrechar suspirando sus manos arrugadas y de los que visten luto por los que marcharon no hace demasiado, tan sólo una eternidad, dejándoles a cargo de la extensa hacienda de su soledad.

Pero es agosto, fiesta de la virgen, y todos han vuelto, o casi todos. Bendita crisis que convierte al pueblo en la opción más sensata para no seguir agrandando el boquete del bolsillo y rehipotecar el ya de por sí oscuro y cercano futuro. Los ojos hundidos y bañados por cataratas que no mojan observan el ir y venir de los nietos en sus juegos y flirteos, la conversación relajada de los hijos entre cañas y pescado frito, la nota de color que aportan los guiris sonrosados por el sol y la sangría. Observan y callan. Desean en silencio lo de siempre: que no regrese el otoño lento y solitario, la humedad dolorosa en los huesos, el eco triste de los pasos gastados por la plaza rumbo al consultorio médico para recoger recetas. Y luego el invierno, las campañas tañendo a difunto, vamos quedando menos, quizá esta navidad sea la última así que habrá que partir almendra y echar leña al horno para los dulces… La nochebuena como un oasis en el desierto de los meses fríos, con panderetas, villancicos y los mismos buenos deseos que se olvidan tras las doce campadas, que se traspapelan en los escritorios de las oficinas de sus atareados hijos. El teléfono que no suena. El pueblo, ese recuerdo. Esa verbena de agosto al final de una carretera secundaria.

Ojén, Málaga. Verano 2014.

@DAVIDMOYAMUSICA

El mar

El eco de tu última carta me llega cerca del mar. Son palabras que custodio en mi bandeja de entrada como un tesoro, y que regresan a mí cada tanto, hasta que me siento y escribo ¿en respuesta? Tal vez. Sí, claro. Siempre estamos respondiendo a algo. A la tormenta, por ejemplo.

A las ráfagas violentas de una naturaleza, ¿la humana, quizá?, que se sacude y evoluciona con el conflicto cuando estalla en forma de terremoto. Me abres la puerta a tus horas invisibles, las transcurridas en la zona franca de las relaciones, el territorio frágil de las despedidas. Y te deseo suerte, hermano. Aquí, frente al mar, del que hoy me apetece hablar.

Del mar de mis canciones frente al mar de mi hija, que es, y espero siga siendo, el mar de su madre. Porque el mar de mis canciones es el de los naufragios, los piratas que hunden a cañonazos su propia barca; el de los que huyen para dejar atrás sufrimientos y carencias, con la esperanza de una vida nueva que se da de bruces con la intolerancia y el egoísmo al alcanzar la otra orilla. Mi mar es el del navío perdido en alta mar, fuera de control, sin capitán que se haga con el timón.

Es cierto, y justo es mencionarlo, que el mar de mi historia es el escenario de hechos fundamentales, el marco de vivencias muy intensas. Es el mar de los acantilados y las decisiones que requieren valor, aquellas en las que elijas la opción que elijas, has de pagar un precio elevado. Y sí, en ese sentido, mi mar es también el mar de la libertad.

Pero el mar de mi hija, a día de hoy, es el mar de su madre; el de los veranos, las vacaciones, el del tiempo sin reloj. El mar de las mujeres, de la nube matriarcal y los vestidos vaporosos. Arena y agua salada. Nada más, y nada menos. Castillos, olas, helados; una nevera, la sombrilla, los bocadillos y las galletas María. Estampas felices para el álbum de la memoria. Bucear, ver peces, hacer la croqueta. Y pronto, mucho antes de lo que deseo, será el mar de la adolescencia, las noches eternas y las primeras veces.

Trato de disimular, pero en el fondo sé que lo nota. No le pone palabras, pero estoy seguro de que percibe un atisbo de incomodidad en su padre, cómo me recorre una ráfaga de intranquilidad de vez en cuando mientras jugamos en la playa. Un estado de alarma con concesiones, cada vez más frecuentes, gracias precisamente a ellas, que me están regalando el mar de sus infancias a base de días juntos bajo el sol. Días radiantes.

Leí “La playa del horizonte” gracias a tu recomendación. Años después me hice con “El niño descalzo” y disfruté de ese mar de la infancia de Juan Cruz. Y te contaré un pequeño secreto: hay ratos que lo consigo, que logro desnudarme y jugar en la arena, sin preocuparme de nada; que me río a carcajadas y sólo siento hambre o sed, sueño o ganas de saltar. Y que me abrazan.

Y que me dejo.

Cabo de Palos, 12 de junio de 2020.

@DAVIDMOYAMUSICA

Asignatura pendiente

Nos despedimos una tarde cálida de mitad de marzo. Hasta pronto, dijimos a la maestra, pensando que serían unas vacaciones a destiempo, sin ser conscientes de lo impreciso de las palabras. Nos vemos en un par de semanas…

Han transcurrido dos meses y medio y, ahora sí, sabemos que este curso ha terminado y que la primavera de 2020 será una asignatura pendiente para alumnos mayores y pequeños. Habrá que convalidarla en el expediente personal, sustituirla en la memoria infantil por una vivencia de puertas adentro.

Y es que la escuela se cerró, pero afuera no quedaron los pajaricos sueltos como en aquel poema de Vicente Medina. Ni quedaron huérfanos de maestros, aunque sí de su presencia. Cada cual tuvo que vivir su primavera desde las ventanas, los patios o los balcones.

Es extraño construir el recuerdo de lo que no fue, pero para eso sirve la literatura. Igual que viajamos con la lectura a lugares lejanos que desconocemos, las palabras pueden dibujarnos esa primavera pendiente con cargo a la cuenta del alma. Pueden ayudarnos a imaginar, entre rumores de nostalgia y anhelos futuros.

Pueden soplar como el viento de marzo en los álamos que bordean la acequia, tras el muro de la escuela, y en sus ramas, el canto de los pájaros que esta primavera han vuelto a ser los reyes de la naturaleza, libres del ruido y los malos humos de los coches. Pueden las palabras auparnos a esa valla para mirar sin los ojos a los maestros, afanados cada año en preparar una semana cultural entorno al día de San Jorge, o achicando agua de algún charco en el porche, que este abril ha sido particularmente lluvioso, tanto que nos obliga a muchas preguntas sobre el impacto de nuestra actividad en el clima.

Y atareados en estos menesteres se nos echa encima el mes de mayo, con sus flores y sus primeros frutos. Un autobús que carga mochilas apretadas y niños emocionados, parte rumbo al paraje de las Marirías. El campo está lleno de insectos, algún zorro se deja ver por la plaza, las linternas ahuyentan los miedos por caminos y veredas. Los chiquillos prueban los albaricoques, las cerezas, las ciruelas… Del árbol a sus bocas, las mismas que gritarán entre juegos acuáticos, con la piel pringosa por las cremas solares y sus cabecitas protegidas con vistosas gorras de colores.

La primavera pendiente arrematará en junio, con su media jornada y San Juan a la vuelta de la esquina; con las chinas que se cuelan en las sandalias, camisetas de tirantes y abuelos que recogen a sus nietos durante un mes difícil para la conciliación. Y otra despedida, esta vez una esperada, la que anuncia vacaciones de playa, piscina y montaña, el reencuentro con la familia que vive lejos. La despedida que toca, la de cada año.

Todo esto, hija mía, pertenece al terreno de lo que no has vivido. Ayer fuimos a la escuela, recorriendo en bici los carriles de la huerta. La puerta estaba abierta y tu maestra Rosa te esperaba en el aula vacía. La viste, la saludaste en la distancia. Te dio la carpeta con tus trabajos. Supiste que sigue ahí. Y así es. Allí están todos, afrontando este nuevo reto. Trabajando para que volváis, ideando cómo convivir con un nuevo compañero invisible. Y puedes estar tranquila porque lo lograrán. Los conozco y sé que no descansarán hasta conseguirlo. Codo con codo. Tan Equipo como siempre, más Escuela que nunca.

Jueves, 4 de junio de 2020.

@DAVIDMOYAMUSICA

La lluvia en el tejado

Será porque la banda sonora de esta mañana es la de lluvia en el tejado que una parte de mí amaneció en Galicia. Concretamente, tras las ventanas de una casa baja en Ribeira, con vistas al precioso jardín de la familia de Manuel. Tú lo conoces como Nel, pues así te lo presenté yo.

Manuel. El de la sonrisa infantil, las mejillas sonrosadas y la mirada paciente. El bajista que a los 20 años estaba harto de carretera y al que con treinta y largos le queda poco que aprender en los mejores restaurantes de Santiago. El jugador paciente de las cartas del destino. El de la melancolía atlántica apostada sobre la duna de Corrubedo. Mi amigo Manuel.

Esa mirada oceánica no es una mirada perdida. Es de ultramar. Lleva años oteando el horizonte esperando avistar el barco del futuro desde el violento rompeolas del presente. Galicia es esto, pero en enero, me dijo un atardecer de agosto hace ya años, salpicados de espuma y salitre. Y me habló del barco al que espera.

Una casita pequeña, con su propio huerto donde cultivar lo que llevará a las mesas. Dos mesas largas, corridas. Esto es lo que hay hoy de comer en mi casa. Y ya está. Tan sencillo y tan lejano, como distanciado ha quedado el hombre de la tierra que lo engendró y le dio todo. Manuel late con el reloj de las estaciones, con el pulso de la naturaleza. Paladea el silencio y sabe escuchar, descifrar como pocos los enigmas de lo sencillo. Tal vez porque no está enfermo, como la mayoría, de prisa y ambición. Porque palabras como éxito o sueños no estaban en su diccionario desde niño. Y sigue sin saber deletrearlas.

Lo que nunca le conté es que yo me embarcaría con él. Sé poco de cocina y de trabajar un huerto, aunque no me es del todo ajeno. Pero sé que me gustaría tripular un barco comandado por él, hacerme a la mar bajo su mando honesto. Luchar codo con codo contra el viento de cara que sopla para quienes lo quieren a su modo.

Manuel en estado puro es líquido y gustoso como el buen orujo gallego. Es el tipo que se acerca haciendo crujir las maderas de un pequeño puerto con un pulpo en la mano, casi tan grande como la sonrisa que hace desaparecer de su cara los ojos, como quien porta un cartel de bienvenida a la salida de un aeropuerto. Es el objeto de las miradas recelosas de los tenderos gaditanos del Mercado Central de Abastos; toca, selecciona, se lleva la pieza de fruta o verdura a la nariz, la devuelve a su sitio… Es ése al que sus amigos rescatan de unos gorilas una madrugada a las puertas de una discoteca salmantina y el que a las pocas horas obra el milagro de poner en carretera sus resacosos despojos.

Ay, Manuel. Creciste tan rápido que no tuviste tiempo de confinar al niño que fuiste en ningún paraíso perdido. Vais de la mano, por las calles empedradas de Santiago, buscando los soportales donde resguardaros de una lluvia eterna. Bendito seas por ello, querido. Por poseer el tiempo sin relojes y el mar en tus pupilas. Por la poesía de tus viandas y tu risa desmesurada.

Oh, capitán, mi capitán.

Jueves, 28 de mayo de 2020.

@DAVIDMOYAMUSICA

Huir hacia dentro

Han pasado dos años desde que nos planteamos recuperar el género epistolar pero, lo cierto, es que las cartas no han tenido un trasiego regular. Por mi parte, creo haber comprendido que mi medio no es el papel y la tinta, así que voy a retomar mi correspondencia a través de las suaves teclas de mi pc.

Nunca me gustó escribir a mano. Es la primera vez que pongo por escrito este pensamiento. Escribir es la única manera de que los pensamientos sean algo más que un rumor brumoso. No me ha gustado nunca, maldita sea. Jamás cogí bien el bolígrafo o el lapicero, apretando siempre con más fuerza de la necesaria, manchándome la mano con tinta. Me canso pronto y mi caligrafía empieza a rimar con galimatías.

Es curioso lo que tarda uno en hacerse confesiones tan poco escandalosas. Tal vez sea que, superados los cuarenta, me importan poco los clichés y gusto de mandarlos a paseo. El poeta y su pluma, sus cuadernos amarillentos llenos de anotaciones… Pues sí, tengo unos cuantos, la verdad. Los he ido llenando en viajes, cafeterías, medios de transporte, espacios de trabajo y habitaciones prestadas. Porque no me quedaba otra. Pero para que mis palabras fluyan, mis dedos prefieren volar sobre un teclado.

Aprendí a escribir a máquina en mi primer curso de magisterio. Mi madre, mecanógrafa titulada, secretaria, tenía por casa un cuaderno con un método. O algo así recuerdo. A base de asdfg, algunas indicaciones de mi madre y mi paciencia de escritor en ciernes, pude abandonar el suplicio de la escritura manual. Mis primeras obras poco aportaron al género de la literatura, pues versaban sobre Didáctica General u Organización Escolar, y eran trabajos tan anodinos como sus ilustres mentores. Pero me sirvieron para adiestrar mis dedos y conseguir teclear con todos ellos a cierta velocidad y sin mirar el teclado.

Cuando 20 años después decidí opositar al cuerpo de maestros, el acartonado sistema académico me obligó a retomar el puño y letra. Para mí, que pienso a mayor velocidad de la que escribo, que necesito ir de adelante hacia atrás, tachar, borrar, buscar el sinónimo adecuado, el conector que no se repita… aquello fue una tortura. El resultado de mis ensayos eran folios y folios de frustración. De mitad del examen hacia adelante precisabas de un egiptólogo para acceder al conocimiento real del aspirante.

Dicho esto, te escribo. Querido… ¿Amigo? ¿Hermano? ¿Compañero? Porque esto es una carta, aunque no lleve remite y se dirija a una dirección con arroba en lugar de a una calle de Torralba de Ribota, provincia de Zaragoza. ¿Cómo estás? Esta mañana, y por primera vez desde que nos confinara la pandemia, he despertado con las luces del alba y el tiempo lento del amanecer, dispuesto a capturar una idea, a plasmar un sentimiento y a dar comienzo a esta correspondencia.

Y de principios precisamente quiero hablarte. De cómo un adolescente comienza a llenar esas libretas de las que reniego con humor. De huir hacia dentro. O, ¿acaso no fue eso? ¿Qué opción nos quedaba a los que crecimos educados en el temor, en la creencia de que salirse del camino conlleva riesgos terribles, sino abrir puertas invisibles hacia paisajes interiores? Bucear, explorar nuestros propios fondos. Y de vuelta a la superficie, hacerlo con unas cuantas monedas rescatadas de algún pecio interior, que de barcos hundidos están llenos los abismos de los poetas, amigo mío. Luego ya es cuestión de fundir el oro y darle una forma u otra, canciones o fotografías. Llaves para seguir abriendo puertas, esta vez en la cara visible de la vida, donde tanto nos cuesta atravesarlas y mezclarnos con el mundo.

Lejos de ponerme melodramático o de autocompadecerme, te hablo de esto alzando una taza de café, que a estas horas de la mañana es lo que hay para brindar. Porque es mágico poder escapar mientras se permanece, ser capaces en cualquier momento de trazar en el aire puertas invisibles  y visitar al niño que escondimos para protegerlo del mundo de los mayores. Y durante un rato, asomarnos a ese mundo desde el balcón de sus ojos, acunarlo, mentirle con ternura de madre y decirle que todo está bien, arroparlo y quedarnos dormidos en su pequeña cama bajo un cielo de estrellas fosforescentes pegadas al techo.

Jueves, 21 de mayo de 2020.

@DAVIDMOYAMUSICA

La mirada

Escribir es a veces y, ante todo, elegir dónde posar la mirada, hacer un barrido por lo de fuera y lo de dentro hasta encontrar un punto desenfocado. Porque, tras un detalle borroso, hay una pregunta y, tras la pregunta, una duda, el billete de ida para un viaje incierto. Esto puede ocurrir al vuelo o conllevar horas y numerosos ensayos. Al menos para mí. Pero ocurre y ahí está. Un matiz escurridizo o, por el contrario, un elemento que destaca por su nitidez en una estampa turbia. Una voz entre el canto de los pájaros o un pájaro entre el ruido de los coches.

Ando estos días leyendo la biografía novelada que García Montero dedica al poeta Ángel González y no puedo dejar de admirar la mirada del escritor granadino, su capacidad para elegir, enfocar, capturar y retocar los momentos. Hay escritores que narran vivencias cuidando los detalles y otros que pintamos las vivencias a partir de aquellos. Un libro, una carpeta que contiene unos documentos… Objetos fuera de lugar que encierran una historia silenciosa y precisan de una mirada que la rescate.

Miro alrededor en busca de ese objeto. Escucho lo que llega a través de los ventanales esta mañana de primavera. Olfateo el aire rastreando como un sabueso el hilo del que tirar. Las campanas del santuario de la Fuensanta me llevan a Cádiz, de Cádiz salto a Marruecos, de allí a Santiago de Compostela. La brisa fresca es una playa en Cadaqués, la compañía de un cuerpo desnudo en las dunas de Bolonia. Una llamada perdida me distrae con su olor café desde una aldea perdida de Zaragoza, donde otro captor de imágenes habita una buhardilla.

Y de pronto una certeza, la de tantas veces. La de que el tiempo y la distancia son sólo una ilusión. Que todo está ahí, en la mirada. Un escritor, uno de verdad, es una mirada que se hace voz. Por eso hay tantas voces parecidas y tan pocas miradas certeras. Y, por el contrario, hay miradas que nunca llegan a ser voces, escritores y escritoras silentes, sabios de los que siempre quedaremos huérfanos, mientras un sinfín de voces huecas saturan el espectro sonoro de la cotidianidad.

Me rodeo de muchos objetos viejos. Tal vez caigo ahora en la cuenta. Los conservo porque sé que guardan una historia no narrada. O tal vez no me desprendo de ellos porque son una especie de cámara acorazada de mi memoria. El tiempo obra con la memoria una maravillosa transformación de la realidad para convertirla en recuerdos, que no son más que ficción basada en hechos reales, fotografías retocadas por el paso de los años.

Imagino que por esta razón un autor es enemigo de la prisa, se resguarda bajo el paraguas del tiempo lento de las cosas y la soledad es su terreno de juego. Unas veces implica subir a una azotea y otras descender a un sótano; salir a pasear por el campo o sumergirse en la vorágine urbana. La soledad ubica caprichosamente sus oficinas. Seguro que a Saramago se le hubiera ocurrido una manera ingeniosa de desarrollar una novela partiendo de esta idea.

Apuntar con la mirada hacia un espejo, distinguir la figura del fondo y detenerse a recoger el eco de tu propio silencio. Ése es el milagro.

Quien lo probó, lo sabe.

@DAVIDMOYAMUSICA

imagen de Juanan Requena
imagen de Juanan Requena

JUGAR DE NUEVO

Bienvenidas y bienvenidos.

Hoy hace 6 años de la presentación de mi último disco en mi ciudad natal. Si la vida me regala el tránsito por sus etapas y no me priva de la ancianidad, imagino que, hacia el final del camino, 6 años me parecerán algo tan breve como un trayecto en ascensor.

Sin embargo, a día de hoy se me antoja un periodo de tiempo notable. 6 años llenos de cambios personales, re-ordenando prioridades y actualizando necesidades. 6 años que me llevan hasta hoy, que me dirijo a ti con algo que contarte. Algo que se titula «el tiempo lento de las cosas».

Desde un punto de vista pragmático, hablamos de un disco. Es decir, una colección de canciones. Pero es más que eso. Tenemos tiempo, y te iré invitando a descubrir todo lo que encierra esta obra.

De momento, me detengo a saludarte y darte la bienvenida a este blog y a esta web donde iré contando mis andanzas y vivencias artísticas. Gracias por visitar mi casa.

David Moya.