El pueblo

19 junio, 2020
19 junio, 2020 david

El pueblo

Comienza agosto y las plazas del pueblo se ponen a rebosar al caer la tarde. Son días de regreso, noches al fresco y abuelos. En mi generación ya escasean estos últimos, pero aún son frecuentes en las que me siguen de cerca. Muchas son las familias que deshacen el camino por carreteras secundarias recogiendo migas de pan de hogaza para retornar durante algunas jornadas a la siesta, el puchero de la yaya y el corro de sillas en la puerta del hogar. Las pantallas táctiles ceden paso al dominó y las cartas; los bares de ambientación impersonal a las tabernas de calendario taurino y mesonero avezado.

Si bien los abuelos ocupan el centro de la estampa costumbrista y son su razón de ser, el motivo último de la supervivencia de los entornos rurales, sin duda son los niños quienes imprimen color a la instantánea del pueblo en verano. Ya habrá tiempo durante el resto del año para lavar la cara a la fachada de la iglesia y borrar los balonazos estivales. En el pueblo, los niños se desclasifican. No tienen edad concreta ni cursan este o aquel nivel escolar. En vacaciones no se mide el tiempo ni se es el primero o último de la clase. Se borran los apellidos y tan solo se pronuncian los nombres para hacerte saber que has sido descubierto jugando al escondite o que estás en uno u otro equipo en la pachanga de fútbol o en el pilla-pilla. Por supuesto, hay un tanteo inicial, un reconocimiento: Juanito mide un palmo más que el verano pasado y ahora mira al resto desde su aventajada posición; a Pedro le han puesto gafas, a Antonio aparato en los dientes y en el pecho de Carmencita parecen querer brotar dos senos que aún no dan ni para llenar el sujetador que viste con orgullo y que parece ser el salvoconducto para murmurar por las esquinas con dos o tres amigas que también han alcanzado la pubertad, esa especie de jubilación anticipada de los juegos de niños que acontece prematura para las féminas y más aún para sus padres, ignorantes de que la tormenta ya está sobre sus cabezas cuando ni siquiera habían pensado en resguardarse.

Y todo transcurre en la plaza y aledaños. Bicicletas que sortean las mesas de las terrazas, pelotas que sobrevuelan las cabezas de los comensales, cigarrillos compartidos y toses primerizas que restallan en callejuelas adyacentes. La barraquita dispensa polo-flash y chicles para disimular alientos etílicos hasta bien entrada la madrugada. La verbena de cada verano, con el conjunto perpetrando clásicos de ayer y de hoy y acortando la distancia entre las tres y hasta cuatro generaciones que se dan cita en el evento. Esqueletos maltrechos bailando sus últimos pasodobles y caderas que apuntan maneras a ritmo de reguetón. Miradas y cuchicheos que presagian besos nerviosos y magreos torpes en callejones oscuros con olor a jazmín o dama de noche. Todo bajo la mirada nostálgica de los abuelos, de los que aún pueden estrechar suspirando sus manos arrugadas y de los que visten luto por los que marcharon no hace demasiado, tan sólo una eternidad, dejándoles a cargo de la extensa hacienda de su soledad.

Pero es agosto, fiesta de la virgen, y todos han vuelto, o casi todos. Bendita crisis que convierte al pueblo en la opción más sensata para no seguir agrandando el boquete del bolsillo y rehipotecar el ya de por sí oscuro y cercano futuro. Los ojos hundidos y bañados por cataratas que no mojan observan el ir y venir de los nietos en sus juegos y flirteos, la conversación relajada de los hijos entre cañas y pescado frito, la nota de color que aportan los guiris sonrosados por el sol y la sangría. Observan y callan. Desean en silencio lo de siempre: que no regrese el otoño lento y solitario, la humedad dolorosa en los huesos, el eco triste de los pasos gastados por la plaza rumbo al consultorio médico para recoger recetas. Y luego el invierno, las campañas tañendo a difunto, vamos quedando menos, quizá esta navidad sea la última así que habrá que partir almendra y echar leña al horno para los dulces… La nochebuena como un oasis en el desierto de los meses fríos, con panderetas, villancicos y los mismos buenos deseos que se olvidan tras las doce campadas, que se traspapelan en los escritorios de las oficinas de sus atareados hijos. El teléfono que no suena. El pueblo, ese recuerdo. Esa verbena de agosto al final de una carretera secundaria.

Ojén, Málaga. Verano 2014.

@DAVIDMOYAMUSICA

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