Huir hacia dentro

21 mayo, 2020
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21 mayo, 2020 david

Huir hacia dentro

El tiempo lento de las cosas (II)

Han pasado dos años desde que nos planteamos recuperar el género epistolar pero, lo cierto, es que las cartas no han tenido un trasiego regular. Por mi parte, creo haber comprendido que mi medio no es el papel y la tinta, así que voy a retomar mi correspondencia a través de las suaves teclas de mi pc.

Nunca me gustó escribir a mano. Es la primera vez que pongo por escrito este pensamiento. Escribir es la única manera de que los pensamientos sean algo más que un rumor brumoso. No me ha gustado nunca, maldita sea. Jamás cogí bien el bolígrafo o el lapicero, apretando siempre con más fuerza de la necesaria, manchándome la mano con tinta. Me canso pronto y mi caligrafía empieza a rimar con galimatías.

Es curioso lo que tarda uno en hacerse confesiones tan poco escandalosas. Tal vez sea que, superados los cuarenta, me importan poco los clichés y gusto de mandarlos a paseo. El poeta y su pluma, sus cuadernos amarillentos llenos de anotaciones… Pues sí, tengo unos cuantos, la verdad. Los he ido llenando en viajes, cafeterías, medios de transporte, espacios de trabajo y habitaciones prestadas. Porque no me quedaba otra. Pero para que mis palabras fluyan, mis dedos prefieren volar sobre un teclado.

Aprendí a escribir a máquina en mi primer curso de magisterio. Mi madre, mecanógrafa titulada, secretaria, tenía por casa un cuaderno con un método. O algo así recuerdo. A base de asdfg, algunas indicaciones de mi madre y mi paciencia de escritor en ciernes, pude abandonar el suplicio de la escritura manual. Mis primeras obras poco aportaron al género de la literatura, pues versaban sobre Didáctica General u Organización Escolar, y eran trabajos tan anodinos como sus ilustres mentores. Pero me sirvieron para adiestrar mis dedos y conseguir teclear con todos ellos a cierta velocidad y sin mirar el teclado.

Cuando 20 años después decidí opositar al cuerpo de maestros, el acartonado sistema académico me obligó a retomar el puño y letra. Para mí, que pienso a mayor velocidad de la que escribo, que necesito ir de adelante hacia atrás, tachar, borrar, buscar el sinónimo adecuado, el conector que no se repita… aquello fue una tortura. El resultado de mis ensayos eran folios y folios de frustración. De mitad del examen hacia adelante precisabas de un egiptólogo para acceder al conocimiento real del aspirante.

Dicho esto, te escribo. Querido… ¿Amigo? ¿Hermano? ¿Compañero? Porque esto es una carta, aunque no lleve remite y se dirija a una dirección con arroba en lugar de a una calle de Torralba de Ribota, provincia de Zaragoza. ¿Cómo estás? Esta mañana, y por primera vez desde que nos confinara la pandemia, he despertado con las luces del alba y el tiempo lento del amanecer, dispuesto a capturar una idea, a plasmar un sentimiento y a dar comienzo a esta correspondencia.

Y de principios precisamente quiero hablarte. De cómo un adolescente comienza a llenar esas libretas de las que reniego con humor. De huir hacia dentro. O, ¿acaso no fue eso? ¿Qué opción nos quedaba a los que crecimos educados en el temor, en la creencia de que salirse del camino conlleva riesgos terribles, sino abrir puertas invisibles hacia paisajes interiores? Bucear, explorar nuestros propios fondos. Y de vuelta a la superficie, hacerlo con unas cuantas monedas rescatadas de algún pecio interior, que de barcos hundidos están llenos los abismos de los poetas, amigo mío. Luego ya es cuestión de fundir el oro y darle una forma u otra, canciones o fotografías. Llaves para seguir abriendo puertas, esta vez en la cara visible de la vida, donde tanto nos cuesta atravesarlas y mezclarnos con el mundo.

Lejos de ponerme melodramático o de autocompadecerme, te hablo de esto alzando una taza de café, que a estas horas de la mañana es lo que hay para brindar. Porque es mágico poder escapar mientras se permanece, ser capaces en cualquier momento de trazar en el aire puertas invisibles  y visitar al niño que escondimos para protegerlo del mundo de los mayores. Y durante un rato, asomarnos a ese mundo desde el balcón de sus ojos, acunarlo, mentirle con ternura de madre y decirle que todo está bien, arroparlo y quedarnos dormidos en su pequeña cama bajo un cielo de estrellas fosforescentes pegadas al techo.

Jueves, 21 de mayo de 2020.

@DAVIDMOYAMUSICA

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