La lluvia en el tejado

28 mayo, 2020
28 mayo, 2020 david

La lluvia en el tejado

El tiempo lento de las cosas (III)

Será porque la banda sonora de esta mañana es la de lluvia en el tejado que una parte de mí amaneció en Galicia. Concretamente, tras las ventanas de una casa baja en Ribeira, con vistas al precioso jardín de la familia de Manuel. Tú lo conoces como Nel, pues así te lo presenté yo.

Manuel. El de la sonrisa infantil, las mejillas sonrosadas y la mirada paciente. El bajista que a los 20 años estaba harto de carretera y al que con treinta y largos le queda poco que aprender en los mejores restaurantes de Santiago. El jugador paciente de las cartas del destino. El de la melancolía atlántica apostada sobre la duna de Corrubedo. Mi amigo Manuel.

Esa mirada oceánica no es una mirada perdida. Es de ultramar. Lleva años oteando el horizonte esperando avistar el barco del futuro desde el violento rompeolas del presente. Galicia es esto, pero en enero, me dijo un atardecer de agosto hace ya años, salpicados de espuma y salitre. Y me habló del barco al que espera.

Una casita pequeña, con su propio huerto donde cultivar lo que llevará a las mesas. Dos mesas largas, corridas. Esto es lo que hay hoy de comer en mi casa. Y ya está. Tan sencillo y tan lejano, como distanciado ha quedado el hombre de la tierra que lo engendró y le dio todo. Manuel late con el reloj de las estaciones, con el pulso de la naturaleza. Paladea el silencio y sabe escuchar, descifrar como pocos los enigmas de lo sencillo. Tal vez porque no está enfermo, como la mayoría, de prisa y ambición. Porque palabras como éxito o sueños no estaban en su diccionario desde niño. Y sigue sin saber deletrearlas.

Lo que nunca le conté es que yo me embarcaría con él. Sé poco de cocina y de trabajar un huerto, aunque no me es del todo ajeno. Pero sé que me gustaría tripular un barco comandado por él, hacerme a la mar bajo su mando honesto. Luchar codo con codo contra el viento de cara que sopla para quienes lo quieren a su modo.

Manuel en estado puro es líquido y gustoso como el buen orujo gallego. Es el tipo que se acerca haciendo crujir las maderas de un pequeño puerto con un pulpo en la mano, casi tan grande como la sonrisa que hace desaparecer de su cara los ojos, como quien porta un cartel de bienvenida a la salida de un aeropuerto. Es el objeto de las miradas recelosas de los tenderos gaditanos del Mercado Central de Abastos; toca, selecciona, se lleva la pieza de fruta o verdura a la nariz, la devuelve a su sitio… Es ése al que sus amigos rescatan de unos gorilas una madrugada a las puertas de una discoteca salmantina y el que a las pocas horas obra el milagro de poner en carretera sus resacosos despojos.

Ay, Manuel. Creciste tan rápido que no tuviste tiempo de confinar al niño que fuiste en ningún paraíso perdido. Vais de la mano, por las calles empedradas de Santiago, buscando los soportales donde resguardaros de una lluvia eterna. Bendito seas por ello, querido. Por poseer el tiempo sin relojes y el mar en tus pupilas. Por la poesía de tus viandas y tu risa desmesurada.

Oh, capitán, mi capitán.

Jueves, 28 de mayo de 2020.

@DAVIDMOYAMUSICA